Redacción Hora Cero
Para la historia quedarán constancia de que Javier Duarte nunca fue político y tampoco priista. Fue un burócrata fiel a su jefe que tuvo la suerte de convertirse en gobernador.
En los archivos del PRI no existe la fecha de su ingreso al partido. “No, usted disculpe. No tenemos a nadie registrado con ese nombre. Lo que sí tenemos es la fecha de expulsión de un homónimo: octubre 25 del 2016. Es todo señor, perdone que no lo pueda servir mejor” me dijo el encargado del registro de militantes del PRI en la Ciudad de México; un sujeto de edad indefinida, circunspecto y taciturno que nunca pronunció el nombre y los apellidos de Javier Duarte de Ochoa.
Javier Duarte nunca hizo carrera en el PRI; no pintó bardas, no hizo discursos para los políticos, no anduvo en cargadas ni campañas. Comenzó su aventura con un político llamado Fidel Herrera Beltrán al que le cargaba la maleta y le hacía la síntesis informativa. Se infiere que un día éste lo mandó a registrarse al partido. Obediente, Duarte lo hizo, recibió su credencial y listo. Fue un priista de membrete.
También fue político de membrete
Un buen político, dijo alguna vez Ruiz Cortines, debe ser sobrio y reservado. Debe aprender a escuchar, pero sobre todas las cosas, debe saber cuándo no debe hablar.
También dijo que el verdadero político sabe cuándo lo están engañando, cuándo lo quieren engañar y, sobre todo, cuándo no le están diciendo la verdad.
Y a Duarte le pasaron de noche las máximas ruizcortinistas.
Javier presumió hasta la náusea de su amistad con Enrique Peña Nieto. Amistad que nunca existió.
Cercanos a esos encuentros aseguran que hubo buen trato, camaradería, sonrisas para la foto y agradecimiento del presidente (que no gratitud) al apoyo que le habría ofrecido Javier a su campaña.
Los amigos del presidente son muy pocos, tiene a uno en el gabinete, varios amigos de infancia con los que por obvias razones no se frecuenta en la actualidad y nada más. Pero ninguno de sus amigos es gobernador o ex gobernador. Ninguno de sus amigos se llama Javier Duarte, me dijeron. Pero Javier siempre creyó lo contrario y así lo presumía.
En diciembre del 2015 y ante el inminente destape del abanderado del PRI a la gubernatura de Veracruz, Javier decidió comenzar a destapar a su gallo y escogió el que consideró sería el mejor momento.
Y ese momento se dio cuando un grupo de periodistas y columnistas contactaron una entrevista con Alberto Silva Ramos, a la sazón presidente estatal del PRI y abierto candidato de Duarte.
Fiel a su costumbre Alberto llegó tarde a la reunión, pero muy sonriente. “¿Tienen otra silla? -preguntó- es que en un momento llegará alguien con quien les interesará platicar más que conmigo”.
No me falles, Javier
Quince minutos después llegó Javier Duarte al que ya se le había descompuesto el panorama en la entidad por la inseguridad, los descomunales adeudos, los asesinatos a periodistas y los escándalos de corrupción. Pero llegó muy contento. “En realidad llegó lo que le sigue a feliz” dijo un testigo. Y comenzó a hablar de la sucesión.
Dijo que en su última visita a Veracruz y ya casi para abordar el avión que lo llevaría de regreso a la capital de la República “su amigo” el presidente Enrique Peña Nieto, le había dado una encomienda en confidencia. “Sé que nunca me has fallado, por eso quiero pedirte que te encargues de lo que viene. Estoy seguro que tampoco me fallarás esta vez”.
En síntesis, Duarte dio a entender que Peña le había dado carta blanca para elegir a su sucesor y los periodistas más viejos se miraron sorprendidos. “Si eso es cierto -comentó uno- el Gobernador está cometiendo una mayúscula indiscreción. Ese tipo de confidencias no se le cuentan ni a la almohada”.
Meses después, en charla con uno de aquellos periodistas me dijo: “Si te fijas bien en realdad no le dijo nada. Lo que hizo el presidente fue jugar y burlarse de Javier porque jamás le pasó por la cabeza darle tamaña encomienda.
Es regla no escrita pero más que sabida, que cuando el presidente de la República es un priista, es él y nadie más quien designa a los candidatos de su partido a las gubernaturas y por supuesto, a la presidencia de la República.
Cuando en enero se dio a conocer el nombre del candidato priista, Javier Duarte se enfureció casi hasta el infarto y luego cayó en depresión. Se encerró en la Torre Pelícano donde tenía un departamento, sin querer hablar con nadie.
Recuperado del enojo contó a un cercano: Que poca madre la de estos…
Burócrata con suerte
Para mediados de junio del 2016 ya todo se había consumado. El PRI había perdido la gubernatura de Veracruz por primera vez en ochenta años y el estado estaba hecho un desastre.
Plantones y bloqueos eran cosa de todos los días, lo mismo que manifestaciones y tomas de oficinas. Empresarios, jubilados, estudiantes sin becas, campesinos; todos exigían a Duarte que les pagara lo que su gobierno les debía. Y más que nada exigían su dimisión.
Pero inexplicablemente en Los Pinos lo seguían aguantando.
Todavía en agosto el presidente le dijo a un Javier que ya comenzaba a sentir de cerca la lumbre: “Tu tranquilo, no te preocupes”. Y Duarte volvió a creer.
Pero en septiembre las cosas cambiaron y el hilo se rompió.
El 21 de ese mes la PGR anunció que atraería las denuncias interpuestas por Miguel Ángel Yunes, en contra de Duarte. Lleno de pánico, éste se presentó de imprevisto en Los Pinos para hablar con EPN pero el presidente no lo recibió.
Fue hasta el martes 11 de octubre cuando el color volvió a su cara al saber que ese día lo recibiría el Primer Mandatario. Pero quien habló con él fue Miguel Ángel Osorio Chong que le contó un cuento chino: Yunes Linares no va a ser gobernador, vamos a impedirlo porque también tiene denuncias ante la PGR. Pero para eso debes pedir licencia e irte de la gubernatura. Tu tranquilo, no te preocupes.
Osorio Chong había arreglado un espacio en el noticiero de Carlos Loret para el día 12 y lo demás ya lo sabe usted.
En efecto, Javier Duarte nunca fue un político ni de medio pelo. Nunca fue sobrio ni reservado. No supo callar ni escuchar. No supo cuándo le mintieron y cuándo no le dijeron la verdad.
Fue un burócrata con mucha suerte que se dedicó a saquear a la entidad que gobernó.
Pero la suerte se le acabó y hoy está vinculado a proceso por varios delitos que pueden llevarlo a pasar 50 años en prisión.