¿Quién paga los autos bajo el agua? / Miguel Ángel Cristiani

Por Miguel Ángel Cristiani G. / Bitácora política

En medio del lodazal que dejaron las inundaciones recientes en el norte de Veracruz —Poza Rica, Álamo, Tuxpan—, donde todavía no terminan ni las labores del censo ni la recolección de escombros, hay una pregunta que flota, densa como el agua estancada: ¿quién va a pagar los vehículos destruidos por la tragedia?

Porque una cosa es que el gobierno reparta vales por refrigeradores oxidados o colchones podridos, y otra muy distinta es responder por las pérdidas totales de automóviles, camionetas, taxis, motocicletas, vehículos particulares y comerciales que hoy descansan —en la imagen más cruda del abandono oficial— bajo el lodo, amontonados, inservibles, convertidos en fierros sin valor ni esperanza.

Mientras la narrativa oficial se esfuerza en presumir censos, “servidores de la nación” con chaleco y libreta en mano, y promesas de ayuda directa, el tema de los automóviles siniestrados ni siquiera ha sido mencionado con seriedad por ninguna autoridad. Ni estatal, ni federal, ni municipal. Silencio absoluto. Como si los vehículos no formaran parte del patrimonio de las familias trabajadoras.

¿Acaso se piensa que los autos crecen en los árboles? ¿Que son lujos y no herramientas de trabajo, movilidad, subsistencia? ¿Que el taxista, el comerciante, la madre que lleva a sus hijos a la escuela o el joven que se endeudó con un crédito automotriz pueden simplemente “esperar” a que alguien —algún día— se acuerde de ellos?

Algunos han salido con la fórmula fácil: “para eso están los seguros”. Ah, pero qué conveniente olvido. Porque muchos de esos vehículos no contaban con cobertura contra desastres naturales, simplemente porque las aseguradoras excluyen ese tipo de siniestros o los encarecen de manera prohibitiva. Y los que sí tenían seguro, hoy se enfrentan a la odisea de intentar cobrarlo en medio de una burocracia voraz y desentendida.

Si el gobierno presume que existe un seguro contra desastres contratado con recursos públicos, como alguna vez lo fue el FONDEN (Fondo de Desastres Naturales) —que por cierto fue eliminado en la pasada administración federal bajo el argumento de “corrupción”—, entonces sería tan sencillo como mostrar el contrato, las cláusulas, los términos de cobertura y los beneficiarios.

Pero no. Nadie dice nada. No hay transparencia, ni rendición de cuentas, ni voluntad de resolver. Solo promesas vagamente formuladas y propaganda mal digerida.

Los testimonios que llegan desde las zonas afectadas no solo muestran el dolor de quien perdió muebles, ropa, documentos, sino también la frustración de quien se siente abandonado y burlado. ¿De qué sirve que los “servidores de la nación” levanten censos si no existe claridad sobre los apoyos reales, sobre las reglas de operación, sobre los tiempos de respuesta?

Y mientras tanto, los vehículos se pudren en patios, calles y estacionamientos, como en la imagen desgarradora que circula en redes sociales y medios, donde decenas de autos aparecen sepultados en agua lodosa, chocados unos contra otros, arrastrados por la corriente como si fueran juguetes rotos.

¿Quién responderá por esa pérdida?

El Estado mexicano, por definición constitucional, tiene la obligación de proteger el patrimonio y la seguridad de sus ciudadanos. No es una dádiva, no es una caridad: es un deber. Y cuando ocurre un desastre natural, es el momento de mayor prueba para esa función pública. ¿Está cumpliendo Veracruz, está cumpliendo la federación, están cumpliendo los municipios?

No lo parece. En lugar de actuar con eficiencia, coordinación y empatía, el gobierno ha respondido con confusión, lentitud y negligencia.

Ni siquiera hay un padrón público de vehículos afectados, ni una declaración oficial sobre el tema, ni un compromiso formal de atender este aspecto puntual del desastre. Como si no existiera.

Lo que debería hacerse:
Lo mínimo —lo absolutamente mínimo— sería:

Incluir los vehículos en el censo de daños, diferenciando entre pérdida total y afectaciones menores.

Exigir a las aseguradoras que cumplan con los contratos vigentes, y en su caso, sancionar omisiones o prácticas abusivas.

Establecer un fondo estatal o federal emergente, con reglas claras, para apoyar a los propietarios de vehículos sin seguro.

Publicar los contratos de cualquier seguro público existente contra desastres naturales, con sus términos y alcances.

Esto no es una exigencia caprichosa. Es una obligación moral y legal frente a una ciudadanía que, una vez más, lo ha perdido todo.

Mientras no se dé respuesta concreta y formal a los damnificados automovilísticos —porque también lo son—, no se podrá hablar de justicia, ni de apoyo verdadero, ni de Estado presente. Porque el agua se llevará todo, menos la memoria de quienes han sido ignorados.

Hoy toca exigir claridad, responsabilidad y acción. No por capricho, sino porque el abandono también mata. Y porque la verdadera reconstrucción empieza cuando se reconoce el dolor completo, no solo el que conviene a la narrativa oficial.

Veracruz no necesita más discursos, sino soluciones.
Y las necesita ya.